Foto: Pedro Chacón
La herencia
Por Lilvia Soto
Para Blanca Norma Palacios Thayne
Non seulement nos
souvenirs, mais nos oublis sont "logés".
Notre inconscient est
"logé".
Notre âme est une
demeure.
Et en nous souvenent des
"maisons", des "chambres",
nous apprenons à
"demeurer" en nous-mèmes.
On le voit dès
maintenant,
les images de la maison
marchent dans les deux sens:
elles sont en nous
autant que nous sommes en elles.[1]
―Gaston Bachelard, La poétique de l'espace
Armando dice que su hermano
la cortó hace tiempo,
Abuelo temía que cayera sobre el techo.
Minerva siente desilusión,
hace años que no regresa
pero todavía piensa en la palmera.
Arminda me muestra su mesa,
redonda, de patas de león,
como la de la abuela,
pregunta si la recuerdo.
Por supuesto.
También el bote de los cubiertos
que la abuela mantenía en su centro,
siempre había un tenedor extra
para un trabajador hambriento.
Sandra quiere saber si todavía existe
el escritorio del abuelo.
Sus innumerables cajones y compartimentos
han nutrido su imaginación a través de los
años.
Ana pregunta si recuerdo el velo de
novia,
su delicada fragancia aparece en sus
sueños.
Y en los míos.
Todos recordamos las macetas de la
abuela,
sus chabacanos y morales,
su jardín, su cerca de piquete blanco.
Comentamos las historias
que la abuela nos contaba
después de terminadas nuestras labores,
mientras se enfriaban las brasas
de la estufa de leña,
las risas compartidas,
los fantasmas que moraban bajo las camas.
Yo recuerdo las caminatas
con Blanca y Alfonso
después de sus partidos de baloncesto,
por caminos de tierra iluminados
por la más brillante luna
que una citadina había jamás visto.
Blanca y yo recordamos
las muñecas que hacíamos
de colchas viejas,
con vestidos de percal nuevo
y rostros bordados
de ojos negros y labios rojos,
sus roperos de cartón,
sus mesas Avena Quaker
y sus elegantes casas
del adobe que horneábamos
bajo el candente sol de Chihuahua.
Recuerdo cada mañana
de la primavera de mis ocho años,
cuando recorría las acequias de Dublán
cortando espárragos silvestres
para la comida de mi hermana sietemesina.
En sudorosas noches de agosto
dormíamos bajo las estrellas
en camas que el abuelo improvisaba
con anchas tablas sobre caballetes
para protegernos de las bestias
salvajes.
Veintitantos primos recordamos
la casa,
el piano, el escritorio,
las lámparas de aceite,
la palmera,
el banco bajo la palmera.
Al compartir fotos,
nos damos cuenta
de que a todos nos fotografiaron
bajo la palmera.
Ahí está mi madre sobre una yegua
con mi hermana en los brazos.
Ahí está Gracia paseando a su primita
en el coche de sus muñecas.
Y ahí estoy yo, de pie,
recostada sobre el césped,
o con mi hermana en los brazos,
en el banco bajo la palmera.
Y ahí, mucho antes de que
cualquiera de nosotros naciera,
están nuestras jóvenes madres
en coquetas poses,
sentadas, de pie, tendidas
sobre el banco bajo la palmera.
Hablamos de la despensa
que la abuela mantenía
repleta de encurtidos en salsa de
mostaza,
frascos de manzana, tomate, membrillo,
la mesa donde siempre cabía uno más,
sus tortillas de harina,
empanadas de durazno,
su pan de levadura,
su peinador,
la magia de los destellos
esmeralda, rubí, zafiro
de los perfumes que centelleaban
a la luz del atardecer.
Hablamos de Penny,
el mimado pequinés que el abuelo
engordaba
bajo la mesa
y del abuelo que se levantaba con las
gallinas,
encendía la estufa de leña
y llevaba el tazón de café humeante a la
abuela
que se regodeaba en el calor de su cama
hasta que salía el sol.
Recordamos sus bodegas
repletas de sacos de maíz,
frijol, papa, cacahuate,
sus huertas de duraznos y manzanos,
sus campos de alfalfa y sandía,
sus caballos, sus minas.
Ellos recuerdan las minas.
Yo recuerdo los cristales morados,
color de rosa, blanco centelleante
alineados en el alféizar de las
ventanas
del porche junto a su recámara,
donde tenía su escritorio
de escondrijos y misterios.
Yo pensaba que los cristales
eran una locura de su juventud,
pero algunos primos recuerdan
las minas,
la búsqueda del oro que,
al alimentar la avaricia y la envidia,
se convirtió en riquezas legendarias.
Entonces,
un día asesinaron a nuestro tío,
otro día una tía cambió el testamento.
Como apedreados gorriones,
nos dispersamos,
huyendo de la fiebre del resentimiento,
del deseo de venganza.
Al encontrarnos de nuevo,
buscamos los momentos abandonados
en los cajones, bajo la escalera,
detrás de las puertas, alrededor de la
mesa,
en el banco bajo la palmera.
Pero la lámpara de aceite
que nos esperaba en noches de
baloncesto
no vuelve a encenderse.
Algunos se niegan a regresar.
Recuerdan la chaqueta
con sus seis agujeros de bala
y al cuñado que huyó a Tombstone.
Recuerdan los terrenos y el oro
que no recibieron,
piensan que les robaron su herencia.
Otros escuchamos ecos que se apagan,
tendemos la mano a gestos que
retroceden,
vemos sombras que se desvanecen
y convertimos cada recuerdo,
dulce o amargo,
en una luminaria que alumbra
el camino a la casa de la memoria,
a la herencia.
_________
No solo alojamos nuestros recuerdos sino también nuestros olvidos. Alojamos nuestro inconsciente. Nuestra alma es una morada. Y cuando recordamos las casas, los cuartos, aprendemos a vivir en nosotros mismos. Se ve de inmediato, las imágenes de la casa viajan en ambas direcciones: están en nosotros mientras nosotros estamos en ellas.
―Gaston Bachelard, La poética del espacio (Mi traducción). [1]
Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.